29.1.10

...¿un cafecito?

fragmento (páginas 55 a 57)

En el baúl de los recuerdos conservo intactos los días de mi niñez en Villaverde. Villaverde es más que el rancho familiar que por cuatro generaciones ha cobijado el descanso de fin de semana de la estirpe Usabiaga. Es también ( y su sólo nombre -Villaverde- me basta para invocarlo) el sabor de la leche bronca del alba tras la ordeña, el espeso olor de los establos, y los rayos de mis tardes de niño agonizando en el reflejo tenue de los trigales.

¿Cómo describir en pocas palabras el paisaje emocional de mis andanzas infantiles por Villaverde? Lo intentaré utilizando cuatro: detestaba el maldito lugar.

Siempre me sentí fuera de sitio en el mentado rancho, como una secretaria del Departamento de Tránsito atrapada en un capítulo de Bonanza, o como un epiléptico disputando la final de un campeonato de palillos chinos.
Desde que subía, con mis primos, a la caja de la pick-up Chevrolet, me invadía el desamparo. Frente a mi frágil coraza física y mental, el resto de mis primos parecían salidos de un anuncio gringo de harina para waffles. Fuertes, saludables, indecentemente chapeados, y -al menos así lo parecía- mejor adiestrados en el ejercicio de la virilidad infantil, cualquiera podía, mínimo, eructar la tonada completa de La Marcha de Zacatecas. En la otra esquina, yo, con mi secreta afición por los cuentos de La Pequeña Lulú y un odio árabe por la clase de educación física.

La noche misma del viernes comenzaba la pesadilla. Primero había que demostrar nuestra capacidad para sobreponernos a la trágica ausencia de televisión. De ahí a la cama. La habitación parecía sacada de una pesadilla del Piporro. Aparte de la dudosa estética del colonial mexicano, a sabe Dios qué infeliz se le había ocurrido añadir detalles sugeridos en alguna revista de decoración para detractores del movimiento ecologista. Sobre la cabecera, la cabeza atónita de un venado con Ojos de Cacalota; sobre la cómoda, un pato disecado con tal maestría que uno podía jurar que se trataba de un pato muerto disecado con gran maestría; y en la pared de enfrente, un búho con las alas extendidas, que no dudo hayan adquirido en una venta de cochera en la casa de Irma Serrano.